miércoles, 26 de noviembre de 2008

Lucha por la paz...


No sirvió de mucho: en el verano de 1998, tras los atentados integristas contra las embajadas estadounidenses de Nairobi, Kenia y Daar es Salam, Tanzania, además de los escándalos de Clinton, Washington decidió vengar del país árabe, bombardeando varias instalaciones industriales en el país entre las cuales había una fabrica de fármacos. Luego le impuso un embargo. Meses antes la guerrilla cristiana del Sur (llamada Ejército Popular para la Liberación de Sudán, EPLS) derribó el avión en el que viajaba el vicepresidente del país. Para colmo, una epidemia de meningitis comenzó a hacer estragos entre la población civil. Era tiempo de paz.
En ese mismo año comenzaron las conversaciones entre el Norte y el Sur. No es que la guerra se terminara, aunque sí adquirió una nueva dimensión: para los contendientes se trataba de asumir una posición de fuerza de cara a las negociaciones de paz. Por eso, la inauguración –en junio de 1999– de un oleoducto de mil 500 kilómetros, que permitía exportar 150 mil barriles diarios de petróleo, jugó un papel fundamental en el desarrollo de ese diálogo en el que la influencia internacional fue clave.
Cada bando tuvo sus propios valedores y aliados: a escala internacional, Estados Unidos, Gran Bretaña y El Vaticano apoyaron al EPLS, también israelí recibió a su líder Joan Grang en Tel Aviv y armó a sus milicias durante varios años, mientras Arabia y Egipto fueron siempre el mayor sostén del gobierno legitimo de Sudán. Pero la ayuda nunca fue directa: las partes siempre se sirvieron de peones regionales como Etiopía, Eritrea y Uganda y, por supuesto, de multinacionales como la malaya Petronas, la china CNPC, la iraní NIOC, las británicas BP y Shell, la francesa Total y la estadounidense Exxon.

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